lunes, 2 de mayo de 2011

Inmoral

El sistema es inmoral. El capitalismo, relación económica imperante en la actualidad, domina prácticamente todos los aspectos de nuestra vida. Nosotros, de manera inconsciente, interiorizamos sus reglas, sus lógicas, y actuamos conforme a ellas. El criterio economicista, es decir, la búsqueda de la máxima rentabilidad monetaria, invade cada vez más ámbitos de la vida social e individual. Hoy en día, lo lógico es actuar conforme a la regla del máximo beneficio posible con el mínimo esfuerzo. Es por ello que la mayor parte de las personas que visualizan un documental que arroja luz sobre la cara menos amable del sistema, simplemente quedan sorprendidos por unos segundos, quizá minutos, pero poco después continúan con sus vidas como si nada les hubiera sido revelado.

El neoliberalismo, o sea, el proceso de desregulación estatal sobre la economía, es la forma que adopta en la actualidad el capitalismo. Privatizar empresas que antes eran de capital público, suprimir aranceles para ampliar los mercados o derribar barreras fiscales que hasta ahora servían para corregir los desequilibrios de renta entre las diferentes capas de la sociedad, son algunas de las medidas que los Gobiernos han tomado durante las últimas tres décadas. Todo ello ha favorecido el proceso que conocemos como mundialización.

Ahora el mercado es mundial. Atrás quedaron los tiempos del fordismo, cuando los empresarios veían en el salario de sus trabajadores no sólo un coste, o sea, una carga que reducía su margen de beneficios, sino también una inversión, pues un sueldo generoso permitía a sus asalariados actuar como consumidores de sus productos en el mercado. Por aquel entonces, cuando todavía existían obstáculos a la libre circulación de capitales, eran los residentes en el país los que a la vez ofrecían su mano de obra a las empresas para más tarde adquirir los productos que estas generaban. No obstante, tras la implantación del neoliberalismo económico como pensamiento único, los empresarios pueden desplazar sus centros de producción a otros países donde la mano de obra es más barata y, pese al largo recorrido que las mercancías deben recorrer al ser transportadas, reducir sus costes de producción y maximizar así sus beneficios. Con esta posibilidad, las élites económicas ganan doblemente. Por un lado reducen costes y, por otro, minan la capacidad de respuesta colectiva de los trabajadores, pues si estos tratan de usar sus tradicionales armas de reivindicación para mejorar sus condiciones laborales, corren el riesgo de que la dirección de su empresa huya hacia otra geografía con personal menos combativo. Es a lo que Zygmunt Bauman denomina modernidad líquida.

Así pues, neoliberalismo y mundialización son procesos convergentes que configuran la realidad actual de la humanidad. La práctica totalidad de los líderes del mundo manifiestan su afinidad con el sistema, ya sea con palabras o con hechos. Los partidos socialdemócratas han firmado su acta de defunción. Han hecho buena la idea de Francis Fukuyama sobre El fin de la Historia al aceptar los postulados contra los cuales precisamente fueron creados para combatir. En definitiva, el poder político ha sellado su acuerdo con la oligarquía económica. Y para convencer a la ciudadanía de que no existe alternativa posible, cuentan con un arma de enorme potencial: la persuasión masiva a través de los medios de comunicación, en particular de la televisión.

Por culpa de la fe que los humanos nos hemos acostumbrado a profesar sobre todo lo que la “caja tonta” diga, vídeos como el de La historia de las cosas son insuficientes para cambiar el panorama. Bien es verdad que suponen un esfuerzo muy loable: un intento por dar la vuelta a una situación inadmisible. Pero contra el poder de la Verdad, encarnada en la actualidad por los medios de comunicación masivos, es muy complicado luchar. Mientras las personas de a pie no sean las que estén dispuestas a abrir los ojos por sí mismas, todo esfuerzo será inútil. Cierto es que sería necesario un empujón dado por aquellos que sí han sido capaces de percibir la necesidad de cambio, pero no es suficiente. Necesitamos un factor externo de tal dimensión que obligue a la gente a reaccionar para darle la vuelta a las cosas. Ese elemento externo podría ser, desde un agotamiento total de algún recurso esencial para el mantenimiento del nivel de vida de la población, hasta un cambio en la política educativa que propicie la formación de mentes críticas y ávidas de mejorar la sociedad en vez de los seres adormecidos que produce actualmente. Mejor sería que esta segunda posibilidad se diese antes que la primera. Sin embargo, la historia demuestra que el poder nunca cede su posición por propia voluntad, y mucho menos educa a los que se encuentran abajo para que sean capaces de arrebatarles su lugar privilegiado.

Empezábamos este ensayo tachando de inmoral al sistema capitalista. La historia de las cosas pone de manifiesto esa cualidad. No importa expulsar masivamente a la atmósfera toneladas de sustancias tóxicas que pueden provocar efectos nocivos sobre las personas. No importa poner entre la espada y la pared a miles de seres humanos obligándoles a exponerse a condiciones de trabajo deplorables debido a que esa es la única manera que tienen de salir adelante. No importa destruir el hábitat de comunidades de seres humanos que tienen otras costumbres alejadas de la producción industrial. No importa nada de esto, siempre y cuando se obtenga rentabilidad económica. Todo se reduce a una palabra: beneficio. Eso sí, de unos pocos, a costa de otros muchos. Por ello el sistema carece de base ética alguna. Los tan retóricamente defendidos derechos humanos son pisoteados día a día. Pero la humanidad está convencida de que existe la libertad y el progreso. Curioso mundo éste.

Jaime