jueves, 17 de octubre de 2013

Primer día en Quito


Quito. Primer día. Desayuno en una terraza de una plaza cerca del centro de la ciudad. Un niño con marcados rasgos indígenas se acerca. Observo el color de sus manos y comprendo por fin la expresión “negro como el tizón”. De su espalda cuelga una caja que más tarde asocio con el kit de un limpiabotas. En la mesa de al lado, una pareja joven toma café y  tostadas junto a su hijo. Él, de piel clara, viste a la moda europea. Ella, de tez más oscura, se ocupa de que su vástago se acabe su plato. El niño limpiabotas se aproxima a ellos. Les pide algo. El hombre, irritado, le niega rotundamente ninguna ayuda y exclama alto y claro: “¡Para mí, tú tendrías que estar trabajando!”. El chico, que solo tiene unos pocos años más que el hijo del hombre indignado, se da la vuelta resignado y camina hacia mí. “¿Me puede comprar un café? No tengo padre que me lo dé”, me dice. Le miro con la cara de desconfianza de un extranjero que acaba de aterrizar en un país lejano y no sabe si le están tomando el pelo. Dudo. Él insiste. Miro mi mesa, que está repleta. Sobre ella hay una taza de café, un plato de huevos revueltos, un gran vaso de zumo de papaya y un  cesto con un trozo de pan a medio comer y un croissant intacto. La abundancia de mi desayuno continental de cuatro dólares me hace sentir incómodo. Decido darle el croissant. Él lo toma y, sin decir palabra ni hacer gesto alguno, se sienta en un banco de la plaza, a pocos metros de mí. Sigo comiendo. A los dos minutos aparece otro niño exactamente igual que el anterior. Parecen sacados de una tétrica fábrica de chicos de la calle rechazados u obligados a trabajar por sus familias. Me pide un café. Le digo que no, que no puedo. Me siento mal. Él insiste un poco, pero se acaba yendo. Al cabo de un rato, el primer niño se ha levantado de su asiento y vuelve a mi mesa. Quiere café. Le ofrezco el zumo, pero lo rechaza. Lo que quiere es café. Le digo que ya le he dado el bollo, que no insista. Frunce el ceño y me pregunta que por qué soy tan malo. Me rompe, no tengo respuesta. Me pregunta que de dónde soy. Le animo a que lo adivine. “De España”, dice. “Tienes cara de gringo”, agrega. Me deja atónito. Disquisiciones geográficas aparte, su frase me deja claro el abismo que media entre nosotros. Entre los “gringos”, véase cualquier europeo o yanqui con cara de blanquito y acento extraño, y las gentes como él, rechazados, apartados, marginados, privados de una oportunidad en un país, en un continente y en un mundo que se rige por unos parámetros que poco o nada tienen que ver con la inclusión o la solidaridad. Mientras pienso en todo esto no puedo sino ablandarme. Le pregunto que cuánto cuesta un café. Me dice que un dólar. Se lo doy. Sin sonreír, sin decir nada, se marcha. Me deja desconcertado.

Apenas llevo unas horas en Quito, pero ya empiezo a comprender, a conocer lo que me espera. Serán dos largos años alejado de mi entorno, de mi conocida y cómoda Europa. Dos años para romper prejuicios, para empaparme de conocimientos, de una cultura ancestral que mis antepasados menospreciaron, masacraron y pretendieron relegar al olvido. Dos años en los que me pensaré muy mucho volver a sentarme en una terraza para evitar que un humilde niño limpiabotas vuelva a poner patas arriba mi mundo y saque a relucir todas mis contradicciones.