Este verano realicé junto a tres amigos un viaje alrededor de los Balcanes. Recorrimos cinco de las seis repúblicas que hace no mucho formaban la Yugoslavia de Tito. Este relato se centra en los días que pasamos en Bosnia-Herzegovina, concretamente en nuestro paso por Srebrenica. Este pueblo, situado en los Alpes Dináricos, es conocido por la horrible matanza que en él se produjo en julio de 1995. Justo quince años antes de que nosotros pasaramos por allí, el ejército serbo-bosnio, liderado por el general Ratko Mladic, tomó la localidad durante la Guerra de Bosnia y, pese a ser una "zona segura" protegida por cascos azules, perpetró una masacre que acabó con la vida de más de 8.000 personas, todos varones de religión musulmana (confesión mayoritaria entre la población de Bosnia-Herzegovina). Lo que a continuación se presenta son las experiencias que esa visita causó en nosotros. El texto fue escrito en Split, frente al intenso azul del mar croata, pocos días después de visitar Srebrenica. Las fotos fueron tomadas por uno de mis compañeros de viaje, por uno de mis compañeros de vida: Víctor.
21 y 22 de julio de 2010
Amanecemos en el hostal de Sarajevo. La mala noticia de que el único bus a Srebrenica salía a las siete de la mañana nos desanima un poco, pero no tardamos en buscar soluciones. Luna tiene la mejor idea: alquilar un coche. Cuando vamos al punto de información para preguntar por el Rent-a-car más cercano nos enteramos de que en Bosnia se necesitan meses de antelación para poder alquilar un coche. Sin embargo, obtenemos una buena noticia: hay otro bus a Srebrenica a las 15:30. Nos ponemos en marcha.
Camino a la estación conocemos a Samira. Casualidades de la vida, su marido forma parte del ayuntamiento de Srebrenica. En medio de una gran ciudad como Sarajevo tenemos la suerte de topar con alguien que conoce a la perfección el pequeño pueblo al que nos dirigimos, aunque al final Samira no nos será de gran ayuda.
Tras cuatro horas de curvas, baches y sospechosos carteles rojos a la entrada de los bosques (probablemente alertando de la presencia minas) llegamos al ansiado destino: Srebrenica. Un pueblo fronterizo entre Bosnia y Serbia en el que se produjo la mayor masacre europea desde la desde la Segunda Guerra Mundial.
De repente nos vemos solos en medio de una rotonda y con cientos de ojos posados sobre nosotros. La gente del pueblo no parece haber visto un turista en su vida. Lo primero que hacemos es asegurar nuestra supervivencia: comprar toallitas con sabor a naranja en el supermercado. Lo segundo, buscar un techo bajo el que dormir y averiguar cómo podríamos salir al día siguiente de ese pueblo perdido.
Tras ser rechazados e ignorados hasta en la comisaría de policía, perdemos toda esperanza de encontrar un refugio para pasar la noche lejos de mosquitos, ladrones y el frío nocturno. Todo apunta a que dormiremos en la calle.
Pero si algo hemos aprendido en este viaje es que la suerte existe y nosotros la tenemos como compañera. Quién lo iba a decir, la bandera que durante tantos años hemos rechazado es la que nos facilitará pasar una noche inolvidable. La pegatina rojigualda con un toro bravo en el centro, pegada en el culo de un coche azul, nos da fuerzas para ir a preguntar una vez más si alguien nos acoge gratis en su casa. El coche que parecía ser de un español resulta pertenecer a un bosnio emigrado a Austria, de vuelta a casa por vacaciones: Omar. Sentado en el porche de su casa, acompañado de una botella de rakia (licor balcánico) y de su vecino serbio que parece haberse bebido otras dos. Semidesnudos (entendible por el intenso calor de la noche estival y por el alcohol ingerido) nos abren las puertas de su casa y nos invitan a beber con ellos. Qué más se puede pedir. En pocos minutos hemos pasado de la resignación de tener que dormir en la calle a la satisfacción de tener casa y compañía.
Pasamos las horas entre Jelens (cerveza serbia), rakia, medicina sueca, pollo-mortadela y muchas risas. La comunicación es difícil, solo Srdjan, el vecino serbo-bosnio, chapurrea un poco de inglés. Además de su idioma natal, Omar domina el alemán, y Srdjan, el ruso. Pero gracias a las señas y a la voluntad de entendimiento todo es posible.
Una noche de contrastes. Promesas de envío de camisetas del Atleti mezcladas con amargos recuerdos de la guerra. Resulta que el padre de Omar fue una de esas 8.372 vidas que fueron barridas de la faz de la Tierra por el capricho de un general enfermo. La vida no vale nada cuando se topa con grandiosas ideas patrióticas.
Con sentimientos mezclados nos vamos a la cama. Y cuando digo cama digo tres cojines en el suelo. Todo un lujo, sin duda, teniendo en cuenta las circunstancias.
Visitamos el Memorial de las víctimas y la fábrica donde fueron hacinadas y posteriormente masacradas. Muchas emociones afluyen a nosotros. Ninguna es positiva.
La amargura alcanza su punto álgido después de ver un documental sobre aquellos días de julio del 95. Lágrimas, visibles o invisibles, corren por nuestras mejillas. Quince años son muy pocos. 8.372 personas son demasiadas. El motivo tan absurdo provoca que la rabia sea inmensa. La civilizada Europa permitió esto. Europa da asco.
Al salir del Memorial las cosas parecen diferentes. Aunque conocíamos la historia, no es lo mismo vivirla desde dentro. Srebrenica nos ha tocado la fibra. Pero ahora toca volver a casa de Omar, recoger los macutos y volver a Sarajevo para continuar el viaje. Tenemos la suerte de que un chico nos recoge en su choche y nos acerca allí donde vamos. Al fin y al cabo lo que importa son las personas. La gente corriente y su generosidad. En el mismo pueblo en el que ocurrieron cosas terribles, otras cosas maravillosas suceden. Personas que confían en extranjeros desconocidos y los montan en sus coches, les permiten dormir en sus casas, les cuentan la triste historia de sus vidas, comparten experiencias. Esa es la esperanza que nos queda. Nunca todo es desgracia. Siempre quedará una llama que nos permita alumbrar el camino.
Jaime
Fotos: Víctor Martín Gómez
Fotos: Víctor Martín Gómez