martes, 26 de octubre de 2010

Viaje al culo de Europa

Este verano realicé junto a tres amigos un viaje alrededor de los Balcanes. Recorrimos cinco de las seis repúblicas que hace no mucho formaban la Yugoslavia de Tito. Este relato se centra en los días que pasamos en Bosnia-Herzegovina, concretamente en nuestro paso por Srebrenica. Este pueblo, situado en los Alpes Dináricos, es conocido por la horrible matanza que en él se produjo en julio de 1995. Justo quince años antes de que nosotros pasaramos por allí, el ejército serbo-bosnio, liderado por el general Ratko Mladic, tomó la localidad durante la Guerra de Bosnia y, pese a ser una "zona segura" protegida por cascos azules, perpetró una masacre que acabó con la vida de más de 8.000 personas, todos varones de religión musulmana (confesión mayoritaria entre la población de Bosnia-Herzegovina). Lo que a continuación se presenta son las experiencias que esa visita causó en nosotros. El texto fue escrito en Split, frente al intenso azul del mar croata, pocos días después de visitar Srebrenica. Las fotos fueron tomadas por uno de mis compañeros de viaje, por uno de mis compañeros de vida: Víctor.



21 y 22 de julio de 2010
Amanecemos en el hostal de Sarajevo. La mala noticia de que el único bus a Srebrenica salía a las siete de la mañana nos desanima un poco, pero no tardamos en buscar soluciones. Luna tiene la mejor idea: alquilar un coche. Cuando vamos al punto de información para preguntar por el Rent-a-car más cercano nos enteramos de que en Bosnia se necesitan meses de antelación para poder alquilar un coche. Sin embargo, obtenemos una buena noticia: hay otro bus a Srebrenica a las 15:30. Nos ponemos en marcha.


Camino a la estación conocemos a Samira. Casualidades de la vida, su marido forma parte del ayuntamiento de Srebrenica. En medio de una gran ciudad como Sarajevo tenemos la suerte de topar con alguien que conoce a la perfección el pequeño pueblo al que nos dirigimos, aunque al final Samira no nos será de gran ayuda.


Tras cuatro horas de curvas, baches y sospechosos carteles rojos a la entrada de los bosques (probablemente alertando de la presencia minas) llegamos al ansiado destino: Srebrenica. Un pueblo fronterizo entre Bosnia y Serbia en el que se produjo la mayor masacre europea desde la desde la Segunda Guerra Mundial.


De repente nos vemos solos en medio de una rotonda y con cientos de ojos posados sobre nosotros. La gente del pueblo no parece haber visto un turista en su vida. Lo primero que hacemos es asegurar nuestra supervivencia: comprar toallitas con sabor a naranja en el supermercado. Lo segundo, buscar un techo bajo el que dormir y averiguar cómo podríamos salir al día siguiente de ese pueblo perdido.


Tras ser rechazados e ignorados hasta en la comisaría de policía, perdemos toda esperanza de encontrar un refugio para pasar la noche lejos de mosquitos, ladrones y el frío nocturno. Todo apunta a que dormiremos en la calle.


Pero si algo hemos aprendido en este viaje es que la suerte existe y nosotros la tenemos como compañera. Quién lo iba a decir, la bandera que durante tantos años hemos rechazado es la que nos facilitará pasar una noche inolvidable. La pegatina rojigualda con un toro bravo en el centro, pegada en el culo de un coche azul, nos da fuerzas para ir a preguntar una vez más si alguien nos acoge gratis en su casa. El coche que parecía ser de un español resulta pertenecer a un bosnio emigrado a Austria, de vuelta a casa por vacaciones: Omar. Sentado en el porche de su casa, acompañado de una botella de rakia (licor balcánico) y de su vecino serbio que parece haberse bebido otras dos. Semidesnudos (entendible por el intenso calor de la noche estival y por el alcohol ingerido) nos abren las puertas de su casa y nos invitan a beber con ellos. Qué más se puede pedir. En pocos minutos hemos pasado de la resignación de tener que dormir en la calle a la satisfacción de tener casa y compañía.


Pasamos las horas entre Jelens (cerveza serbia), rakia, medicina sueca, pollo-mortadela y muchas risas. La comunicación es difícil, solo Srdjan, el vecino serbo-bosnio, chapurrea un poco de inglés. Además de su idioma natal, Omar domina el alemán, y Srdjan, el ruso. Pero gracias a las señas y a la voluntad de entendimiento todo es posible.


Una noche de contrastes. Promesas de envío de camisetas del Atleti mezcladas con amargos recuerdos de la guerra. Resulta que el padre de Omar fue una de esas 8.372 vidas que fueron barridas de la faz de la Tierra por el capricho de un general enfermo. La vida no vale nada cuando se topa con grandiosas ideas patrióticas.

Con sentimientos mezclados nos vamos a la cama. Y cuando digo cama digo tres cojines en el suelo. Todo un lujo, sin duda, teniendo en cuenta las circunstancias.

El día siguiente comienza temprano. Omar ha prometido llevarnos al Memorial por las víctimas de la masacre de 1995. Desayunamos té austríaco mezclado con miel bosnia. Será lo más dulce que probaremos en esa amarga mañana. Quince años después de la culminación de la sinrazón humana, el cementerio de Potocari (pueblo vecino de Srebrenica en el que se encuentra el Memorial) sigue oliendo a muerte. Todo cuanto se respira en él es tristeza y desolación. Una interminable lista de nombres sirve para recordar a los desdichados que tuvieron la mala suerte de encontrarse en el lugar y el momento equivocados. En el fondo, la religión, raza o nacionalidad es solo una excusa para que los psicópatas lleven a cabo sus planes. En el momento en que la vida humana es despreciada en favor de una horrible empresa como era la construcción de la Gran Serbia, el futuro no tiene sentido. La raza humana es tirada por el retrete. Sin embargo, la grandeza de la humanidad resurge cuando la gente de a pie no se deja contaminar por esos falsos delirios de grandeza. Omar y Srdjan lo demuestran. Amigos a pesar de pertenecer a comunidades enfrentadas y separadas por un enorme charco de sangre.


Visitamos el Memorial de las víctimas y la fábrica donde fueron hacinadas y posteriormente masacradas. Muchas emociones afluyen a nosotros. Ninguna es positiva.


La amargura alcanza su punto álgido después de ver un documental sobre aquellos días de julio del 95. Lágrimas, visibles o invisibles, corren por nuestras mejillas. Quince años son muy pocos. 8.372 personas son demasiadas. El motivo tan absurdo provoca que la rabia sea inmensa. La civilizada Europa permitió esto. Europa da asco.


Al salir del Memorial las cosas parecen diferentes. Aunque conocíamos la historia, no es lo mismo vivirla desde dentro. Srebrenica nos ha tocado la fibra. Pero ahora toca volver a casa de Omar, recoger los macutos y volver a Sarajevo para continuar el viaje. Tenemos la suerte de que un chico nos recoge en su choche y nos acerca allí donde vamos. Al fin y al cabo lo que importa son las personas. La gente corriente y su generosidad. En el mismo pueblo en el que ocurrieron cosas terribles, otras cosas maravillosas suceden. Personas que confían en extranjeros desconocidos y los montan en sus coches, les permiten dormir en sus casas, les cuentan la triste historia de sus vidas, comparten experiencias. Esa es la esperanza que nos queda. Nunca todo es desgracia. Siempre quedará una llama que nos permita alumbrar el camino.


Jaime

Fotos: Víctor Martín Gómez

sábado, 23 de octubre de 2010

Apesta


     Como ya decíamos, el mundo en el que vivimos se asienta sobre las más irrisorias ficciones. Ficciones que adquieren tintes de verdades absolutas, pero que en el fondo no dejan de ser castillos de papel con cimientos de plastilina. Este mundo patas arriba en el que los cuerdos son encerrados en psiquiátricos mientras los lunáticos llevan las riendas nuestros destinos, también lo comentábamos, encuentra un resquicio de esperanza en las jóvenes generaciones ansiosas de construir un mundo mejor. No hay mejor ejemplo de ello que lo que acontece en estos momentos en el vecino del norte. La juventud francesa ha tomado las calles para reivindicar su derecho a tomar parte en las decisiones que modelarán su futuro. Alrededor de 500 institutos de secundaria cerrados así lo atestiguan. Sin la mediación de ningún partido político, los jóvenes se manifiestan en París, Lyon o Marsella para reclamar una vida mejor, alejada de intereses especulativos y servidumbre hacia los que ostentan el poder.

     Mientras, al otro lado del Canal de la Mancha, el nuevo gobierno británico anuncia recortes de gasto público en materia de educación. ¡Qué paradoja! Al mismo tiempo que en Francia el movimiento estudiantil encabeza una revuelta contra las políticas gubernamentales, en el Reino Unido se asfixia a la juventud limitando la inversión en su formación. Empeora así la calidad de la educación pública inglesa, por lo que se favorece al sector privado, allí donde se forman los hijos de las clases pudientes. Las crisis siempre la pagan los mismos: los más débiles. Con la muy manida excusa de recortar el déficit público, los gobiernos cómplices de este tsunami neoliberal, aplican la tijera sobre aquellos sectores menos rentables a corto plazo, como por ejemplo la educación. Además, cuanto peor sea la educación de las clases bajas, menor será su capacidad para darse cuenta de que se pueden cambiar las cosas. Y a la vez, más posibilidades tendrán los hijos de los ricos de reemplazar a sus padres en los puestos relevantes. Es la retroalimentación de esta gran rueda que nunca para de girar. Hasta que vuelque.

     Y es que tarde o temprano la humanidad se dará cuenta de la falta de sentido que este mundo adolece. Un sistema que prima a la mentira sobre la honradez o a la mafia sobre la ética no puede sostenerse eternamente. Compañías como Monsanto, que se dedica a extorsionar legalmente a los granjeros estadounidenses obligándoles a cultivar su semilla patentada transgénica, incurriendo así en una posible intoxicación masiva de la población, al comercializar alimentos manipulados genéticamente y todavía sin testar su salubridad al 100%, son las que hacen que este sistema apeste. Es por ello que la razón humana debe darse cuenta de que existe otro camino. No solo el beneficio económico debe importar, también el futuro de todos nosotros como conjunto humano debe ser tenido en cuenta. Convencer al mayor número de personas posible de que el axioma de la rentabilidad económica no tiene por qué ser la ley divina que rija nuestras vidas es la ambiciosa meta que debe marcarse todo individuo consciente en la actualidad.

Jaime

martes, 12 de octubre de 2010

Una ficción

Una ficción. ¿Es real el mundo que habitamos? Al posar nuestros pies sobre el suelo sentimos la firmeza de la tierra bajo nuestros dedos. Cada vez que respiramos, una bocanada de aire fresco se introduce hasta nuestros pulmones para, más tarde, volver a salir por donde entró. Pruebas sin duda tangibles de que nuestra vida es real, verificable, inexorablemente verdadera. Sin embargo, a cada paso que damos, a cada inspiración que realizamos, multitud de ficciones se cruzan en nuestro camino. Vivimos en un mundo inventado, cuidadosamente colocado para que, si no nos paramos a reflexionar sobre ello, no notemos nada raro en ese ir y venir de ilusiones.

Nos levantamos cada mañana porque el maldito despertador nos avisa de que la hora ya ha llegado. Pero, ¿que es eso de la hora? Un invento. El tiempo, concepto abstracto donde los haya, reducido a horas, minutos y segundos para adaptarlo a las necesidades del devenir humano. La necesidad de enmarcar el desarrollo de nuestras vidas en una cuadricula que facilite la organización de nuestros actos a lo largo de los días. Ejemplo perfecto de la instrumentalización que nuestra especie hace de todo lo que a su alrededor encuentra.


No obstante, ningún ejemplo de ficción puede superar a la gestión que hacemos de los recursos escasos para satisfacer nuestras extensas necesidades, es decir, eso que denominamos economía. Lo que empezó como un tímido intercambio de vacas por ovejas en algún recóndito rincón del planeta ha alcanzado hoy una magnitud tal que se escapa a la capacidad del más brillante intelecto. Una gigantesca rueda que empezó a moverse por necesidad y que ahora arrolla todo cuanto encuentra a su paso, impulsada por un inagotable afán de lucro que parece no tener límites. Pero esa enorme rueda no se asienta sobre terreno sólido. Los campos que atraviesa se asemejan a una ciénaga. En ella aquel ser que se mueve rápido como la serpiente es capaz de deslizarse de una orilla a otra por la superficie. Sin embargo, a nada que se detenga, el lodo comenzará a cubrirla, poco a poco, hasta quedar sumergida para siempre. La rueda económica que conocemos tiene como base la ficción del dinero. Para que el dinero funcione, todos aquellos implicados en un intercambio deben estar convencidos de su validez. Lo que aparentemente es un simple trozo de papel entintado se convierte en el motor de vida de un planeta entero. Una verdadera locura. La ficción de la economía se asienta sobre una palabra clave: la CONFIANZA (sí, sí, esa que miden Moody’s y compañía). Mientras exista confianza todo irá bien. En el complejo juego globalizado actual esta confianza debe darse a nivel mundial. Es decir, si en un país existe poca confianza significará que la demanda es escasa, lo que conllevará un declive de la oferta y esto a su vez una recesión económica. Todo ello implicará la huída de los inversores y la no llegada de otros nuevos, por lo que la situación se agravará. Un círculo vicioso. Si resulta que ese país está inserto en un mercado más amplio (como la Unión Europea), el resto de socios se verán perjudicados por esa mala situación y exhortarán al perjudicado a mejorar su posición para que no arrastre a los demás consigo. Para ello le incitarán a que tome medidas para que haga más competitiva su economía. La medida más rápida consiste en reducir costes, es decir, reducir salarios. Para ello se recortará el gasto social, estrangulando a la población para que se vea obligada a aceptar empleos con peores condiciones. Esta es la sutil maniobra de la clase dominante para postergar su posición de privilegio a expensas de la gran masa adormecida.

Mientras todo esto ocurre en sus narices, la población permanece expectante, tomando los acontecimientos como inevitables y sin pararse a reflexionar sobre su verdadera raíz. A ello contribuye, por supuesto, la televisión, una de las grandes culpables del conformismo y pasividad general.

Si existe un colectivo concreto que podría cambiar las cosas, ese es el de los jóvenes. Nuevos espíritus plenos de fuerzas, que deberían aspirar a un mundo nuevo en vez de contentarse con las viejas estructuras sobre las que se asienta el rancio sistema existente. No obstante, por ahora parece que la caja tonta ha conseguido apaciguar los innovadores sueños característicos de la juventud. Pero siempre queda algún camino. Ante el descontento de la población en general, y los jóvenes en particular, hacia la organización partidista, parece que el mejor recurso posible para tratar de voltear la situación se haya en los movimientos sociales de base. Sin embargo, muchas veces estos colectivos nacidos en, por y para la sociedad civil se ven extremadamente influenciados por visiones sectarias de la realidad, enmarcando los acontecimientos en un determinado enfoque contaminado por ideologías concretas. Ello impide muchas veces el análisis objetivo de los hechos y la consecuente respuesta acertada para contrarrestar la influencia del poder. La clave se encuentra en compensar la muy necesaria organización con la no menos importante libertad de análisis y actuación.

En esas construcciones sectarias de la realidad que impiden la mirada objetiva encontramos problemas como el de la minería. Cierto es que el trabajo en este sector es especialmente arriesgado. Cierto es que los mineros sufren la explotación de su fuerza de trabajo por parte de los dueños de las compañías encargadas de extraer recursos de las minas. Pero no es menos cierto que la minería en España es un sector obsoleto. El carbón no es un combustible eficiente y además es tremendamente nocivo para el planeta. Es necesario un replanteamiento del problema. Dejar de observar la situación desde el prisma marxista de la interminable lucha de clases y aplicar la racionalidad para alcanzar una conclusión objetiva y acertada. Acabar con el lucro ilegítimo de los empresarios al mismo tiempo que preparar a los mineros para que sean capaces de rendir en otra actividad laboral. En definitiva, dejar a un lado las viejas estructuras de pensamiento y organización social para dar a luz una nueva sociedad alejada de dogmas y creencias infundadas.

Jaime