sábado, 14 de noviembre de 2015

A propósito de los atentados de París

Después de leer las diferentes reacciones de amigos europeos y latinoamericanos a los atentados de París, me he animado a escribir este breve texto.

A mis amigos europeos: asumamos de una vez que Europa no es en centro del mundo. Geográficamente, Europa no es más que una pequeña península del continente asiático. Los muertos europeos no valen más que los muertos tailandeses, yemeníes, nigerianos o colombianos. Está muy bien que hoy todos digamos ser París (#JeSuisParis), pero entendamos el rechazo que eso provoca en personas del resto del mundo, que ven morir a los suyos con mucha más frecuencia que nosotros y, sin embargo, no reciben ni una centésima parte de la solidaridad que “el mundo” expresa hoy hacia el pueblo francés. Solo 24 horas antes de los atentados de París, el mismo grupo armado (el Estado Islámico) había llevado a cabo un ataque en Beirut que mató a 41 personas e hirió a otras 180. Ayer no vi a líderes políticos extranjeros solidarizándose con las víctimas ni ramos de flores frente a las embajadas libanesas.

A mis amigos latinoamericanos: dicho lo anterior, ello no justifica deshumanizar a las víctimas de los atentados de París. Ellos no eligieron nacer con la piel clara y hablando francés. Ellos no son responsables de que el gobierno de su país lance operaciones militares en países que hace no tanto eran sus colonias. La matanza de ayer no es justificable, a pesar de que para comprender lo ocurrido sea imprescindible analizar las causas profundas. Causas que tienen que ver con el imperialismo europeo pasado y presente, con intereses económicos de control de recursos naturales y, por qué no decirlo, con una visión racista que concibe al mundo como una lucha entre los pueblos “civilizados” y los “bárbaros”. Este sistema que divide a la humanidad entre las personas que importan y las que no importan, entre las víctimas que merecen nuestra solidaridad y las que merecen nuestra indiferencia, no debería llevarnos a despreciar a los muertos de París. Denunciemos la injusticia, sí. Pero no olvidemos que las víctimas de ayer no tienen la culpa de las acciones de su gobierno ni del olvido al que está sometida la gran mayoría de la humanidad.

sábado, 2 de mayo de 2015

“Los que mueren en la lucha no son olvidados”


Llegar al corazón del territorio zapatista en Chiapas provoca inmediatamente una mezcla de sensaciones. Esperanza, porque verde es el color que inunda los ojos del viajero que se sumerge en la selva Lacandona. Esperanza de ver cómo el autogobierno desde abajo y a la izquierda no es solo una letra de canción de punk, sino también una posibilidad realizable y viable en la vida cotidiana. Pero, al mismo tiempo, es imposible escapar a la incertidumbre. La tensión se corta con machete en las montañas del sureste mexicano. Divididas, las comunidades indígenas chiapanecas viven una guerra silenciosa, un conflicto íntimo que las desangra poco a poco. Si en 1994  los hombres y mujeres del color de la tierra hicieron del rojinegro su bandera al iniciar la guerra contra el estado mexicano, en 2015 ni el rojo  representa ya solo la justicia ni el negro solo simboliza la libertad. Tzeltales, tzotziles, tojolabales, choles, zoques y mames sobreviven día a día en un entorno viciado por la fragmentación interna donde la resistencia zapatista convive puerta con puerta con el enemigo. Así ocurre en La Realidad Trinidad, sede del Caracol I y de la Junta de Buen Gobierno “Hacia la Esperanza", donde hace ya un año que el rojo se tornó en sangre y el negro se volvió muerte.

Corría el 2 de mayo de 2014 cuando unos 140 habitantes de La Realidad, integrantes de la otrora organización combativa Central Independiente de Obreros Agrícolas y Campesinos - Histórica (CIOAC-H), tendieron una emboscada a un grupo de bases civiles de apoyo zapatistas, resultando en elasesinato de José Luis Solís López, alias Galeano. El zapatista se encontraba negociando con los líderes de la CIOAC-H sobre una disputa relativa a un vehículo. Galeano, entonces, pagó el precio más alto posible por intentar llegar a una solución pacífica en el conflicto que los rebeldes mantenían con sus vecinos y antiguos compañeros de lucha.

Los pobladores de La Realidad, una comunidad histórica en el imaginario zapatista por haber sido refugio de la Comandancia del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) hasta 2001, han visto cómo en la última década su convivencia se ha deteriorado hasta alcanzar grados insostenibles. La unidad en el apoyo a la insurgencia zapatista en los años 90 ha dado paso a una fragmentación interna inducida por la estrategia contrainsurgente del estado mexicano. Dando una vuelta de tuerca más a la maquinaria antiguerrillera, el gobierno ha pasado de financiar y entrenar a grupos paramilitares a poner en marcha programas asistencialistas de ayuda económica en los territorios indígenas de Chiapas. Dada la firme posición zapatista de negarse a aceptar cualquier programa gubernamental, muchas han sido las familias que han renunciado a la resistencia para pasarse al bando oficialista. Aplicando la milenaria máxima del “divide y vencerás”, el estado ha buscado ahogar al movimiento rebelde tratando de arrebatarle sus bases de apoyo mediante el reparto de alimentos, medicinas o material de construcción a cambio de lealtad política.


Esta táctica de “quitar el agua al pez” ha dado parcialmente resultado, pues muchas comunidades indígenas de Chiapas están hoy divididas entre zapatistas y no zapatistas. No obstante, el EZLN sigue contando con decenas de miles de bases de apoyo en los territorios de los cinco caracoles, como demostró con sus masivas manifestaciones públicas en varias cabeceras municipales chiapanecas el pasado 21 de diciembre de 2012. Solo en la villa colonial de San Cristóbal de las Casas se juntaron alrededor de 20.000 miembros del movimiento.

“Nunca vamos a dejar de ser rebeldes”, me dijo hace unos meses un zapatista de La Realidad, cabecera del municipio autónomo San Pedro Michoacán. En su comunidad hay familias divididas en las que sus miembros ya no se saludan por la calle. Hermanos que no se miran. Primos que no se hablan. El asesinato de Galeano fue la gota que colmó el vaso del enfrentamiento. Antes del trágico suceso, zapatistas y no zapatistas, pese a tener autoridades y posturas políticas diferentes, mantenían relaciones sociales de aceptación mutua. Todo ello saltó por los aires tras el asesinato, que según el jefe deopinión del diario La Jornada “fue una agresión alevosa y premeditada, planeada, orquestada con lógica militar, y ejecutada con sevicia”. Dos personas fueron encarceladas  como responsables del suceso, curiosamente ambas ostentaban los cargos más importantes de la comunidad como autoridades no zapatistas: el agente municipal y el comisariado ejidal.

La Junta de Buen Gobierno de La Realidad, que además de conocer la muerte de uno de los suyos también contempló cómo ese mismo día los militantes de la CIOAC-H destruyeron una clínica y una escuela autónoma zapatista, decidió no responder a la violencia con más violencia. Lejos de recurrir al brazo armado del movimiento -el EZLN-, las autoridades civiles rebeldes renunciaron a la vendetta. Todavía hoy se puede leer en el centro de la comunidad de La Realidad un cartel que reza “Compañero Galeano, justicia y no venganza”. El asesinato fue a ojos de los zapatistas una provocación maquinada desde el gobierno para desencadenar una reacción violenta de los insurgentes y justificar así una respuesta aún más contundente del estado. Las instancias gubernamentales, por supuesto, lo niegan. “Lo que sucedió en La Realidad tiene que ver con piques personales entre los líderes de la CIOAC y del EZLN, que hace años estaban aliados y después se dividieron”. Esto fue lo que me dijo un funcionario del ayuntamiento de Las Margaritas, municipio al que oficialmente pertenece La Realidad, en una entrevista en febrero. Según la versión oficial, entonces, se trata de conflictos intracomunitarios que enfrentan a indígenas contra indígenas. De ello sigue que, ante esa situación de hostilidad interna, el estado tenga que desplegar sus instituciones para garantizar la seguridad de sus ciudadanos. Es decir, incrementar la presencia militar y policial en los territorios zapatistas.


Aunque la venganza violenta no llegó, el aumento de soldados mexicanos en la cañada de Las Margaritas de la Selva Lacandona sí se produjo. Según el boletín del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas, con fecha de 10 de marzo de 2015, desde julio del pasado año vienen teniendo lugar “sistemáticas incursiones del Ejército mexicano quienes están hostigando a las Bases de Apoyo del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (BAEZLN), en el territorio de la Junta de Buen Gobierno de La Realidad, en la zona Selva Fronteriza, Caracol I “Hacia la Esperanza” (JBG)”. Vehículos militares patrullan prácticamente a diario la carretera que une Las Margaritas y San Quintín, pasando a apenas unos metros de la entrada del “Caracol Madre de los Caracoles del Mar de Nuestros Sueños”. Los niños de esta comunidad perdida en la selva fronteriza deben interrumpir sus juegos al pie de la calzada y correr para alejarse de los camiones del Ejército, en los que a menudo los soldados cubren su rostro pero no su arma.

El asesinato de Galeano llegó en un momento crucial para el movimiento zapatista. Pocas semanas después del suceso, durante el homenaje del EZLN para conmemorar a su compañero caído, el Subcomandante Marcos anunció en el caracol de La Realidad que abandonaba la dirigencia del grupo armado. Además, el líder guerrillero comunicó que en adelante su nombre seríaSubcomandante Galeano, en honor al fallecido. El movimiento también postergó la continuación de la Escuelita Zapatista, una iniciativa iniciada en 2013 en la que las comunidades rebeldes acogieron durante unos días a miles de simpatizantes de todo el mundo interesados en conocer de primera mano la construcción de la autonomía indígena en Chiapas. La Escuelita, en la que Galeano ejerció como maestro, se retomará en julio de este año, tras el nuevo homenaje que los zapatistas brindan al difunto en el primer aniversario de su asesinato.


A un año de la muerte en La Realidad, la comunidad no ha olvidado lo que ocurrió el 2 de mayo. Pese a que la voz de Galeano fue acallada aquel día a golpe de machete y de pistola, su rostro no ha caído en el olvido. Retratos del zapatista salpican la comunidad y el Caracol, retando a todo aquel que transite por este rincón del sureste mexicano a contemplar su mirada. Su nombre, además, será recordado por las próximas generaciones que nutrirán las filas de la resistencia: la nueva escuela autónoma, construida para sustituir a la destruida el día de su asesinato, ha sido bautizada como “Compañero Galeano”. En definitiva, como me dijo uno de sus camaradas bajo una noche estrellada en la espesura lacandona: “él no tenía miedo de morir, sabía que los que mueren en la lucha no son olvidados”.




Texto publicado originalmente en Hemisferio Zero.

martes, 3 de marzo de 2015

Chiapas, donde el miedo cambió de bando

“Desde 1994, todos los 31 de diciembre teníamos miedo de que vinieran los zapatistas. Hasta los indígenas nos amenazaban”. Estas palabras de una mestiza de Ocosingo dejan claro lo que supuso la irrupción del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en la vida pública para la clase dominante chiapaneca. Una sociedad abiertamente racista, donde los descendientes de Pakal –gobernante maya del siglo VII-, no tenían permitido caminar por las aceras de ciudades coloniales como San Cristóbal de las Casas o Comitán de Domínguez, despertó incrédula en el amanecer de 1994. El primero de enero de ese año, mientras México soñaba con el espejismo de incorporarse al “primer mundo” mediante la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, un ejército de indígenas encapuchados tomó por sorpresa varios municipios del centro y oriente de Chiapas. Pese a que el asalto a los edificios del poder fue tan simbólico como fugaz, el impacto del levantamiento de los pueblos mayas socavó profundamente el imaginario colectivo del país mesoamericano.

El México del PRI, del indigenismo paternalista y del mestizaje etnocida recibió una bofetada de realidad al contemplar a un puñado de indios organizados capaces de burlar a las fuerzas de seguridad y dominar por unas horas la antigua capital chiapaneca, la Ciudad Real de los españoles rebautizada San Cristóbal de las Casas en honor al dominico Fray Bartolomé que luchó para que la corona ibérica reconociera que los indígenas eran tan humanos como los europeos. Los esfuerzos de Las Casas, sin embargo, nunca calaron en el grueso de la élite blanco-mestiza de Chiapas. Como muestran las novelas de la escritora comiteca Rosario Castellanos, hasta bien entrado el siglo XX los grandes hacendados continuaron tratando a los indígenas como a seres infrahumanos a los que se podía matar, violar o insultar según la voluntad del patrón. Quinientos años de sometimiento sirvieron para que muchos mayas olvidaran el legendario pasado de su pueblo e interiorizaran su condición de inferioridad. Todavía hoy se puede escuchar de la boca de un indígena chiapaneco referirse a los blancos o mestizos como “las personas de razón”. “¿Cómo va a gobernar un tojolabalero o un tzeltalero? Tendrán que hacerlo las personas de razón…” No obstante, tanto tojolabales como tzeltales, tzotziles, choles y el resto de pueblos mayas que habitan Chiapas recuperaron su conciencia de pueblos explotados y oprimidos en un proceso que culminó con el levantamiento zapatista. Emulando la sublevación indígena de 1712 contra la autoridad colonial, el EZLN lideró en 1994 un alzamiento que buscó devolver la dignidad a los pueblos originarios mexicanos.

La guerra abierta contra el estado apenas duró doce días, los que tardó el presidente Salinas de Gortari en decretar un alto el fuego unilateral ante la presión nacional e internacional para buscar una solución dialogada al conflicto. La negociación, interrumpida en febrero de 1995 por el ataque sorpresivo del Ejército mexicano a la comandancia zapatista, culminó con los Acuerdos de San Andrés sobre Derechos y Cultura Indígena en 1996. Este acuerdo parcial, sin embargo, nunca se transformó en ley. Una versión reducida del mismo pasó el filtro parlamentario varios años después, en 2001, ya con el Partido de Acción Nacional en el poder tras desbancar al Partido Revolucionario Institucional (PRI) de su “dictadura perfecta” que había durado más de 70 años. Los zapatistas no aceptaron la nueva ley al considerarla una traición al pacto alcanzado cinco años antes, dado que no reconocía plenamente la autonomía y autogobierno indígena. Ante esta situación, el movimiento rompió toda relación con el estado y decidió recluirse en sus territorios de la Selva Lacandona y los Altos y Norte de Chiapas para construir su nueva sociedad por la vía de los hechos.

A lo largo de los últimos 21 años, el zapatismo ha demostrado ser mucho más que un ejército guerrillero. Su estructura militar es apenas un tentáculo del organismo rebelde, cuyo corazón lo forman las comunidades indígenas identificadas como Bases de Apoyo Zapatistas. Son los civiles organizados los que forman las asambleas de las comunidades, los consejos municipales y las Juntas de Buen Gobierno regionales. El EZLN, por tanto, no es una milicia revolucionaria al uso, sino un movimiento armado que se supedita a las decisiones de las comunidades indígenas donde tiene apoyo. 



Unas comunidades que, en la actualidad, se encuentran en su mayoría divididas entre zapatistas y no zapatistas, lo que provoca tensiones entre sus habitantes. A veces, las tensiones desembocan en violencia y en muerte, como ocurrió en mayo de 2014 con el asesinato de Galeano, prominente zapatista de la región de la Selva Fronteriza. Todavía sin esclarecer, este incidente muestra el nivel de crispación interno de las comunidades, donde las instituciones del estado se ocupan de agudizar la división mediante la entrega de ayudas en forma de alimentos, medicinas o material de construcción a los no zapatistas. La continua presencia de militares armados en los caminos no hace sino fortalecer la idea de que el conflicto no está ni mucho menos solucionado. Abandonada temporalmente la política gubernamental de armar a los indígenas no zapatistas formando grupos paramilitares que instauren el terror en las comunidades –cuyo auge tuvo lugar a finales de los 90 y su ejemplo más atroz se vivió en Acteal con el asesinato a sangre fría de 45 civiles indefensos-, ahora el gobierno trata de debilitar al zapatismo mediante el reparto de limosnas. “Ellos reciben comida y ahora ya no quieren trabajar. Se lo dan todo hecho. Tienen cosas materiales. Nosotros, en cambio, trabajamos duro para salir adelante. Tenemos algo mucho más grande que ellos han perdido: dignidad. La dignidad de lucha por lo que creemos”. Así se expresaba un tojolabal zapatista con quien conversé hace unas semanas en plena Selva Lacandona.
Sin pañuelo rojo ni pasamontañas, las bases zapatistas construyen su autonomía día a día con su trabajo en la milpa, cultivando maíz, frijol o café, levantando escuelas y clínicas para sus hijos o participando en las asambleas comunitarias. Su resistencia es dura. En un entorno donde no existen las comodidades de la ciudad y donde los alimentos, medicamentos o lápices no abundan, los zapatistas se niegan a recibir ayudas del estado, mientras observan cómo sus vecinos que renunciaron a la lucha obtienen todo tipo de ventajas. Sin embargo, son muchos los que continúan ondeando la bandera con la estrella roja. Muchos son los que, 21 años después del alzamiento y 32 años después de la creación del EZLN, siguen creyendo en que “otro mundo es posible”.

Desde 1994, el miedo cambió de bando en Chiapas. La oligarquía local comenzó a observar a los indígenas ya no como a seres inferiores e indefensos a los que poder explotar y menospreciar impunemente, sino como a sujetos organizados capaces de articular sus propias demandas y de llevarlas a la práctica en sus comunidades. Puede que el EZLN  no consiguiera forjar un movimiento a nivel nacional que propiciara un cambio político radical e inmediato en todo México, pero lo que sin duda consiguió fue devolver la dignidad a los pueblos originarios desde Sonora hasta Yucatán al grito de “Nunca más un México sin nosotros”.

En una ciudad tomada por el Ejército mexicano, la mujer mestiza de Ocosingo que mostraba su miedo a los indígenas al principio de este escrito no es la única que observa al zapatismo como una amenaza para sus intereses. En esta cabecera municipal considerada la puerta hacia la Selva Lacandona se produjo en enero del 94 el suceso más sangriento del enfrentamiento armado. 34 zapatistas murieron y 32 más desaparecieron durante la batalla librada en el mercado de Ocosingo, ciudad mayoritariamente tzeltal. Paradójicamente, pese a este revés militar, fueron los indígenas chiapanecos quienes perdieron el miedo a reivindicar sus derechos y a poner en práctica sus formas de gobierno autónomo e independiente de las instituciones del estado. Unas instituciones que solo se empezaron a acordar de ellos una vez emergió el movimiento zapatista, que representa una alternativa real al estado mexicano. El miedo, que dejo de tener rostro indígena y se trasladó a los blancos y mestizos chiapanecos que temían perder sus privilegios, cambió entonces de bando. Un miedo que trató de ser devuelto a sus portadores originales mediante la militarización y paramilitarización. Sin embargo, ya era demasiado tarde. Los indígenas organizados ya han probado el sabor de la libertad, de la democracia y de la justicia. Cambiaron el miedo por la dignidad.




“Por trabajar nos matan, por vivir nos matan. No hay lugar para nosotros en el mundo del poder. Por luchar nos matarán, pero así nos haremos un mundo donde nos quepamos todos y todos nos vivamos sin muerte en la palabra. Nos quieren quitar la tierra para que ya no tenga suelo nuestro paso. Nos quieren quitar la historia para que en el olvido se muera nuestra palabra. No nos quieren indios. Muertos nos quieren.

Para el poderoso nuestro silencio fue su deseo. Callando nos moríamos, sin palabra no existíamos. Luchamos para hablar contra el olvido, contra la muerte, por la memoria y por la vida. Luchamos por el miedo a morir la muerte del olvido.” EZLN, Cuarta Declaración de la Selva Lacandona, 1996.


"¿Escucharon?
Es el sonido de su mundo derrumbándose.
Es el del nuestro resurgiendo.
El día que fue el día, era noche.
Y noche será el día que será el día." EZLN, 2012.



Para leer más: "De la lucha contra la minería, a la cuna de la rebeldía zapatista".