jueves, 19 de enero de 2012

Memorias de Rusia

Como bien dice el título, las que a continuación se exponen son algunas notas tomadas en tierras rusas y letonas durante el viaje que allí hice (con la mejor compañía posible) hace unos meses. Estas breves memorias están incompletas, como veréis, porque durante la primera parte del viaje, en San Petersburgo, no hice apenas caso del bolígrafo. De ahí la asimetría de las descripciones y la clara preeminencia de Moscú, que para nada refleja mi preferencia personal de una ciudad sobre otra. Ahí lo dejo.

San Petersburgo es una ciudad muy bonita, grandiosa, con coloridos palacios, imponentes catedrales y tranquilos canales. En sus calles y plazas se respira la historia de Rusia. Se puede caminar desde la fortaleza construida por Pedro I el Grande, zar de Rusia y fundador de la ciudad, hasta el Palacio de Invierno, mítico escenario de la Revolución de Octubre: cuando el proletariado bolchevique tomó el poder y arrasó la antigua residencia imperial.

Por otro lado, la primera impresión que nos dio Moscú fue la de una megalópolis gris, inhabitable e inabarcable. "Moscú, la ciudad de los coches -pensamos-, donde cruzar una calle es una odisea". No obstante, no tardamos mucho en descubrir su encanto. Sólo tuvimos que aprender a movernos y acostumbrarnos a sus innumerables pasos subterráneos. Descubrimos zonas muy agradables de la ciudad como Tretkyakovskaya (con sus bonitas iglesias ortodoxas y su agradable placita en homenaje al jardín del edén bíblico, donde, por cierto, comprobamos la dureza del vodka ruso y la facilidad para hacer botellón en Rusia) o Christie Prudi, donde casi muero atropellado (llamar temerarios a los conductores moscovitas es quedarse corto). Aunque los rusos sean muy agresivos al conducir, también comprobamos que pueden ser muy simpáticos, como nos demostró la mujer que nos regaló unos bollos autóctonos riquísimos enfrente del edificio de la KGB, o el bedel bigotudo del albergue de San Petersburgo (calcado al frutero de 7 Vidas) que nos invitó a licor, chocolate, manzana y plátanos, y nos enseñó a brindar en ruso.

Moscú está repleto de bonitos monasterios. Destaca Novodevici, cuyo paradisíaco entorno embelesaría a cualquiera; pero Novospaski y Andronikov también son bonitos y tranquilos parajes. Lugares de reposo y regocijo del alma (#ironíaon).

El Kremlin nos decepcionó. También la Plaza Roja. Tuvimos mala suerte, la plaza se encontraba llena de andamios y focos, ya que se estaba celebrando un festival que resultó de todo menos festivo.

El Mausoleo de Lenin, situado en una esquina de la Plaza Roja, alberga su esperpéntico cadáver, que parece un muñeco de cera. Lenin no querría ser objeto de circo como lo es en la actualidad. Por no hablar del edificio situado justo enfrente de la tumba del líder comunista, el GUM: un palacio del capitalismo, repleto de tiendas para súper ricos. Si Lenin levantara la cabeza... Eso sí, para entrar al Mausoleo es todo seriedad y solemnidad. Nada de hablar, nada de manos en los bolsillos, nada de pararse (no es posible detenerse ni un segundo a contemplarlo, hay que caminar ininterrumpidamente desde la entrada a la salida de la cripta, dando una vuelta, y solo una, alrededor del cuerpo embalsamado). En la oscuridad del Mausoleo solo se ve la frente de Lenin relucir y las malas caras de los guardias rojos que velan por la solemnidad del circo.

Una curiosidad: en el albergue de Moscú, un chico siberiano al que regalamos nuestra botella de vodka (la que no pudimos terminar en la plaza de Adán y Eva), nos contó que una vez quiso viajar a Madrid. Cuando solicitó el visado a las autoridades rusas, éstas, asombradas, le preguntaron que para qué quería ir a Madrid, si todos los turistas iban a Barcelona. Entonces, él renunció a visitar Madrid y fue a Barcelona. En fin, el Villarato llega ya hasta Vladivostok (otra vez, #ironíaon)

Nuestro último día de viaje transcurrió entre Moscú y Riga. Nos levantamos a las 6 de la mañana para coger el avión hacia Letonia. Salíamos desde el aeropuerto de Sheremetyevo, que según algunas clasificaciones es el peor de toda Europa. Aun así cogimos el avión. En la cola para comprar el billete de tren que lleva al aeropuerto, comprobamos la curiosa tradición rusa de colarse en las filas. Allí nadie respeta las colas, es la ley del más rápido. Sea como fuere, acabamos llegando a la capital letona.

Riga es una ciudad de cuento. Su centro histórico es pequeño pero de ensueño. Calles empedradas, pequeñas callejuelas con casitas de colores a los lados. En definitiva, una ciudad para perderse. Pero solo durante unas horas, porque con eso basta para verlo todo y repetir. El ámbar, la perla del Báltico, está por todas partes. La plaza del Ayuntamiento, una preciosidad. Visitamos Riga en cuatro horas, nos dio tiempo a ver el centro histórico, muy bonito por cierto, y a comer unos bocadillos. Unos malvados gorriones letones (los pajarillos más agresivos que nunca habíamos visto) quisieron arrebatarnos la comida, pero no lo consiguieron. Una vez más, comimos sándwiches sentados en un parque.

Y así finalizó nuestro viaje por la vieja gloria del este. Lo demás queda en las fotos. Y en nuestros recuerdos.








@jaimegsb y @aricasrub

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