Pero la sorpresa recorrió las gradas del estadio Vélodrome cuando Birsa, en lugar de recrearse en el dolor para evidenciar la sanción a su rival, se fue en busca del colegiado para tratar de persuadirle de que Koné no debía ser expulsado. Tanto se aplicó Birsa en su honesta reclamación, que al final logró su propósito. Malige anuló la cartulina roja y el Marsella siguió jugando con 11 hombres. "No hubo mala intención de Koné. Los dos fuimos a por el balón y él se cayó sobre mí. Pero no pasó nada, por eso pedí al árbitro que no le expulsara", declaró Birsa ante decenas de periodistas que buscaban la explicación a un gesto tan noble como inédito. (Elpais.com)
Siglo XXI. Esplendor del egoísmo. La iniciativa privada en busca de propio beneficio domina por doquier.
Solidaridad con los semejantes, empatía con los diferentes, búsqueda de la justicia: Absurdo empeño en contradecir la corriente principal.
De pronto, cuando menos te lo esperas, surgen destellos en la niebla que parecen iluminar el camino.
El fútbol moderno, perfecto exponente de la lógica del sistema, basada en el continuo y máximo lucro posible sin importar el cómo. No hablo del negocio, de las astronómicas -e insultantes para el resto de los mortales- cifras de dinero que se mueven en cada traspaso de un futbolista importante. Me refiero aquí a la actitud del jugador sobre el terreno de juego. Al asqueroso empeño por arañar el más mínimo beneficio a costa del engaño. No importan los medios con tal de lograr el objetivo. La maquiavélica cita se reproduce a la perfección en cualquier partido de fútbol. Y más en la liga española, donde la mentira es disfrazada de picaresca y la vomitiva actitud engañosa es tolerada e incluso alabada tanto por los aficionados como, lo que es más grave, por los periodistas.
En medio de este gran charco de mierda que es el fútbol competitivo, un tal Birsa emerge para dignificar este deporte. El gesto del desconocido esloveno es uno de esos pequeños actos que se realizan a lo largo de la vida, sin significado aparente, pero que permiten definir a una persona.
La manera en que actuamos en nuestra vida cotidiana determina el tipo de personas que somos. Las palabras se las lleva el viento, los actos permanecen en la memoria. De nada vale exaltar una ideología o criticar continuamente lo que ocurre en la sociedad si luego no se actúa en consecuencia.
Para mí, la mejor manera de ayudar a mejorar el mundo en el que vivimos no reside en vociferar por las calles frases como “proletarios del mundo, uníos”. Esto no son más que engañabobos, triquiñuelas de los ineptos para apropiarse de un poder que les ha sido arrebatado –lo que no quiere decir que les pertenezca-, y que, de hacerse con él, no lo utilizarán más que para vengarse de los anteriores detentores, olvidándose muy pronto de las verdaderas consignas que les llevaron a levantarse. No lo digo yo, lo dice la historia.
Por irrisoria que parezca, mi propuesta para avanzar hacia una sociedad más justa, más consciente y más habitable, no es otra que cuidar esos pequeños gestos. Actuar en nuestra vida cotidiana en coherencia con lo que nos gustaría que fuese este mundo. Actos como el de Birsa son necesarios, ya que se erigen a modo de cortocircuitos para la lógica del sistema. Contradicen el comportamiento mayoritario, alumbrando espacios ajenos a ese poder que parece obligarnos a actuar de una determinada manera. La esperanza es que algún día los cortocircuitos sean tan numerosos que lleguen a ser mayoría, relegando al olvido a las antiguas estructuras de pensamiento.
Tengo la convicción de que el único cambio social verdadero solo será posible a través de la toma de conciencia por parte de los individuos de su potencial humano. La lucha por la supervivencia, el triunfo del más fuerte o la sumisión del débil, son conceptos quizá válidos para la fauna animal que carece de capacidad para razonar. Nosotros, la humanidad, tenemos el poder de pensar, la facilidad para articular ideas que nos permitan avanzar más allá del mero instinto de mantenernos con vida. Esperaré ansioso el momento en que nos demos cuenta de ello y apliquemos nuestra racionalidad a la consecución del bien común, en vez de limitarnos a buscar el propio beneficio, ya sea el individual, el de clase o el nacional.
Recuerda: siempre hay elección.
Jaime
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