sábado, 27 de noviembre de 2010

Fe contra Modernidad. Historia de un cisma


 
Hace unas semanas España recibió una visita ilustre. Una de las personas más influyentes del mundo se ha dado una vuelta por Santiago de Compostela y Barcelona, probablemente tratando de reavivar la llama de la fe en un país que siempre ha sido el más sólido bastión del catolicismo. Efectivamente, es de Joseph Ratzinger, el actual Papa, de quien hablamos.
Muchos son sus detractores, pero también muchos sus fieles. Numerosas han sido las muestras de protesta ante la venida del jefe de la Iglesia de Roma. Manifestaciones en favor de los anticonceptivos, el aborto o los homosexuales han copado las actividades del sector laicista del Estado. Mientras, otros se reunían en torno a misas masivas para oír con sus propios oídos al Santo Padre. Dos actitudes enfrentadas. Dos mentalidades diferentes: una abraza la tradición, la otra rechaza la imposición.

Hace unos meses, recién ocurrido el terremoto de Haití, un importante eclesiástico español declaró que “existen males mayores que los de esos pobres de Haití; nosotros también deberíamos llorar por nuestra pobre situación espiritual, por nuestra concepción materialista de vida, quizás nuestro mal es más grande que el de aquellos inocentes”. Esta afirmación causó un gran revuelo. A su autor le llovieron críticas por todos lados, al comparar una tragedia que dejó más de 150.000 muertos -y un país devastado- con la crisis de valores que invade Occidente. Aunque la comparación fuera efectuada en el momento más inoportuno posible, y además por un miembro del sector más rancio de la Iglesia, no conviene dejarla de lado. Salta a la vista la profunda grieta espiritual que se ha abierto en la mentalidad del hombre moderno.

Una vez que el ser humano pudo despojarse del yugo de la religión comenzó a pensar libremente. Esa capacidad para razonar sin trabas dogmáticas facilitó el desarrollo científico, que a su vez propició –no sin sangrientas revoluciones de por medio- la expansión del bienestar social. En otras palabras, de no ser por el proceso de secularización vivido en Europa a partir del siglo XV hoy en día seguiríamos viajando a lomos de un burro y cenando a la luz de una vela.

No obstante, la victoria de la razón frente al dogma también trajo consecuencias negativas. Se abandonaron valores como el de la caridad hacia los necesitados, tan arraigados en el cristianismo antiguo -producto de la desvinculación entre actos mundanos y salvación ultraterrena-. Abonándose así el terreno para el capitalismo salvaje del siglo XIX. La secularización colaboró también en ese “terror del capital”, pues creó en las personas la sensación de tener que satisfacer sus deseos en su vida terrena, sin esperar al paraíso post mortal. Ese ansía por satisfacer los deseos terrenos se tradujo en una búsqueda incesante de beneficio, lo que a su vez justificó el sistema económico actual, basado en la continua acumulación de capital.

Si a todo ello añadimos la irrupción del darwinismo social, legitimador de las desigualdades sociales al atribuirlas a una condición “natural” del ser humano –los individuos más fuertes triunfan y se sitúan en lo alto de la escala jerárquica, mientras que los débiles se deben contentar con la migajas que los otros dejan-, el panorama que queda no es muy alentador. Sin embargo, la efervescencia revolucionaria del movimiento obrero obligó a las élites a corregir los desequilibrios del mercado y fomentar cierta justicia social. Casualmente, en este gran conflicto entre empresarios y asalariados la Iglesia no dudó en alinearse con los poderosos. Si bien reclamó algunas mejoras en las condiciones de los trabajadores, se opuso frontalmente a los sindicatos de clase, promoviendo el modelo vertical que aúna capital y trabajo bajo su seno. El mismo modelo que impide al trabajador reclamar efectivamente sus derechos. El mismo modelo que Mussolini o Franco hicieron suyo. Gran paradoja: la misma institución que aboga por la defensa de los pobres, por el respeto hacia el prójimo, es la misma que prefiere aliarse con los explotadores antes que con los explotados. Se pone por delante la practicidad de conservar el poder antes que el idealismo de defender los propios principios.

El desarrollo de la sociedad moderna –y postmoderna- modeló seres humanos cada vez más individualizados. El consumo masivo, la televisión, la mercantilización de toda relación social ha provocado una enorme ausencia de valores entre la población. Ya nada importa con tal de obtener beneficio. No importa pisar al compañero, no importa mentir, siempre que con ello se ascienda económica, social o políticamente. Esa ética –o ausencia de-, basada en el lucro individual sin importar el cómo, es la consecuencia del sistema económico capitalista, cuya lógica se basa en el “sálvese quien pueda”. Quizá es de esta crisis de valores de la que hablaba el religioso español que antes mencionábamos, o quizá no. Quizá él se refería a los valores por los que se ha regido su institución a lo largo de los siglos, bajo los cuales ha engañado a los ignorantes, quemado en la hoguera a los disidentes o pactado con los terratenientes, a pesar de que llevando a cabo todas esas acciones no haya hecho más que contradecir lo que su gran venerado Jesucristo dijo.

La confluencia del auge del individualismo capitalista con el desencanto hacia la Iglesia Católica ha provocado que las parroquias españolas estén cada día más desiertas. No sabemos si la preocupación del clero nacional se debe tanto a la crisis materialista que empuja al infierno a todas nuestras almas como al vaciamiento de sus arcas que ello provoca.

En cualquier caso, la visita del Papa a España pone de manifiesto la existencia de un país dividido. Él mismo comparó en el avión que le llevaba a Galicia la situación que hoy vivimos con la que reinaba en los años 30 del siglo pasado. Aunque muy exagerado, ese paralelismo se puede aplicar a las diferentes manifestaciones que últimamente tienen lugar en nuestro territorio. Marchas masivas por la defensa de la familia tradicional frente a colectivos que luchan por la laicidad del Estado, la ampliación del aborto o los matrimonios homosexuales. El choque entre fe y modernidad está asegurado.

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