“El poder depende del control de la comunicación, el contrapoder depende de romper dicho control”. “Las redes horizontales posibilitan la aparición de la autocomunicación de masas”. Manuel Castells, sociólogo experto en Sociedad de la Información, expresaba así en Twitter las claves de la perpetuación del poder o el derribo del mismo en las sociedades avanzadas del siglo XXI.
En los últimos tiempos ha tomado cuerpo el debate sobre el control policial de las redes sociales. El Primer Ministro británico David Cameron ha defendido con vehemencia la necesidad de regular estos canales de comunicación que parecen escapar del dominio del poder. En las revueltas acaecidas recientemente en Inglaterra, los jóvenes descontentos utilizaron los teléfonos BlackBerry para expandir los mensajes y congregarse masivamente en lugares concretos. Sin duda, los disturbios incontrolados que han propiciado saqueos, incendios e incluso muertes en las principales ciudades inglesas, constituyen un argumento de peso para los defensores del control de Internet. Éstos, con Cameron a la cabeza, pregonan el cierre temporal de las redes sociales que sean utilizadas por los alborotadores. Ello también supondría la vigilancia policial continua como prevención de futuros desórdenes.
No son pocas las reacciones de los gobiernos democráticos ante esta candente cuestión. En Nueva York, por ejemplo, se acaba de crear una brigada especial dentro del cuerpo de policía destinada al rastreo de redes sociales. En Noruega, tras la matanza de Utoya, se ha planteado la regulación de los comentarios en Internet. La India ha anunciado hace pocos días que monitorizará las redes sociales para prevenir revueltas. Precisamente esa medida fue tomada meses atrás por el Gobierno de Chile. No obstante, el ejecutivo de Sebastián Piñera acaba de renunciar a la vigilancia institucional de la red debido al masivo rechazo que ha provocado entre los ciudadanos. Y es que Chile es otro de los países a los que ha llegado a la oleada de protestas. En las últimas semanas se han celebrado multitudinarias manifestaciones estudiantiles en demanda de educación pública de calidad.
Queda claro que el poder comienza a ponerse nervioso con Internet. Como dice Castells, las redes sociales permiten la comunicación horizontal de las masas. Se rompe así el control de facto sobre los medios de comunicación que el sistema siempre ha tratado de mantener. Los medios tradicionales, siervos de la lógica mercantilista propia de toda empresa con ánimo de lucro, juegan un papel estabilizador. Garantes de la cohesión social a través de la emisión de información amable para el sistema, estos medios han olvidado su papel de contrapoder. Recogiendo ese testigo, las redes sociales sirven como instrumento eficaz para canalizar el descontento. Las masas contestatarias tienen ahora una herramienta sin parangón para organizarse. Facebook y Twitter, las redes sociales más utilizadas, han sido un factor clave para el triunfo de las revueltas árabes. También han facilitado protestas en China, Irán o Bielorrusia.
Hasta hace pocos meses, los Gobiernos occidentales se mostraban entusiasmados con el poder democratizador de las nuevas tecnologías. Aplaudieron así a los miles de jóvenes reunidos en la Plaza Tahrir a través de Facebook que consiguieron derrocar a Mubarak. A su vez, la indignación era ostensible ante la censura en Internet impuesta por dictadores árabes como Gadafi o Al Assad. El propio Cameron decía en febrero en un discurso en Kuwait que las redes sociales e Internet “pertenecen a una nueva generación para la que la tecnología es una herramienta poderosa en manos de los ciudadanos, y no un medio de represión”.
Por paradójico que parezca, los líderes occidentales no tienen problemas en rehuir de sus proclamados valores democráticos cuando así conviene a sus intereses. Su obsesión por el monopolio de la comunicación de masas podría llevarles a coartar la libertad de expresión en la red. Es curioso que incluso este derecho, una de las piedras angulares de la ideología hegemónica -el liberalismo-, pueda ser puesto en duda en nombre del mantenimiento del orden institucional existente. La máxima maquiavélica está todavía muy presente en nuestros gobernantes. Su egoísta fin de perpetuarse en el poder justifica cualquier medio, aunque se lleve por delante siglos de luchas civiles por conseguir la libre expresión y difusión de las ideas. Quizá los gobiernos deberían preocuparse más por acudir a la raíz de los problemas y poner fin al descontento social que origina las revueltas. La historia demuestra que la represión, ya sea ejercida con pistolas o con mordazas, no es efectiva a largo plazo. Los ciudadanos, tarde o temprano, acaban encontrando la manera de avanzar hacia una sociedad más justa.
El mundo ha cambiado mucho con la irrupción de Internet y la generalización de las redes sociales. Como twittea Manuel Castells, “el proceso de formación y ejercicio de las relaciones de poder se transforma radicalmente en el nuevo contexto organizativo y tecnológico”. La lucha por el control de la comunicación en la red acaba de empezar. Pero, de momento, la mayor amenaza que pende sobre la más importante red social no parte de un ente estatal. Muy al contrario, es el grupo hacktivista Anonymous quien ha anunciado que el próximo 5 de noviembre hará caer Facebook debido a la complicidad de esta web con los cuerpos de inteligencia de los Gobiernos.
Es el de Internet un futuro incierto. Es claro que una batalla se está librando a su alrededor. Los Gobiernos no permitirán por mucho tiempo que una herramienta con tanto potencial desestabilizador siga escapando a su dominio. La incógnita se sitúa en la ciudadanía. ¿Dejará ésta que se le arrebate impunemente su más eficaz instrumento de comunicación?
@jaimegsb
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