Últimamente, se ha puesto de moda descalificar a los sindicatos y a sus tradicionales instrumentos de lucha. La celebración de la huelga general, convocada en España para el 29 de marzo de 2012, ha desatado furibundas críticas contra estos agentes sociales, supuestamente encargados de defender a los trabajadores. Percibidos como inútiles y costosos, los sindicatos han hecho olvidar a la ciudadanía que fueron pieza clave en la construcción de la democracia en Europa, y que aún hoy siguen siendo indispensables para la consolidación de una sociedad justa y equilibrada.
En España, los sindicatos mayoritarios, CC OO y UGT, son percibidos por la mayoría de los ciudadanos como parásitos del sistema que drenan recursos públicos sin aportar nada a cambio. Debido sobre todo a su posición acomodaticia y a su modelo de financiación, las centrales han perdido gran parte de su crédito. Desde la firma de los Pactos de la Moncloa en 1977, tanto CC OO como UGT abandonaron toda aspiración de transformación social. Su acuerdo con la patronal y los partidos políticos introdujo de lleno a los sindicatos dentro del entramado sistémico. Se hicieron conservadores, guardianes de un orden que les beneficiaba. Si bien su objetivo seguía siendo la mejora gradual de las condiciones laborales de los asalariados, su mentalidad se acomodó a las condiciones favorables que el nuevo sistema ofrecía a sus organizaciones, especialmente a sus cúpulas directivas. La Constitución del 78 consagró el papel de los sindicatos y las posteriores leyes desarrollaron su modelo de financiación. El Estado subvenciona con millones de euros públicos a los sindicatos en función de la representación obtenida en las elecciones sindicales. Es un sistema similar al de los partidos políticos. Los fondos públicos suponen una ayuda vital para los sindicatos, que no podrían autofinanciarse debido a la baja afiliación de los trabajadores.
Sin embargo, los errores cometidos por CC OO y UGT a lo largo de las últimas tres décadas, no son razón suficiente para poner en tela de juicio la existencia misma de los sindicatos. Hoy en día algunos se atreven a reclamar la desaparición de las centrales obreras. Sean mal informados o malintencionados, deben saber que los sindicatos jugaron un papel central en la conquista de una sociedad avanzada como la que Europa ha tenido hasta hace poco. Fueron las luchas obreras de finales del siglo XIX y principios del XX las principales responsables de medidas que definen en la actualidad al Viejo Continente, y que lo diferencian del resto del mundo. La humanización de las condiciones laborales, la asunción por parte del Estado de la protección social, tanto generalizada (sistemas públicos de salud y educación), como específica para los más vulnerables (parados, ancianos, enfermos, etc.) o el sufragio universal, son los logros más importantes de los hoy denostados sindicatos. La táctica más utilizada fue la huelga. La paralización de la producción suponía pérdidas importantes para el empresario. Si la huelga era sostenida en el tiempo, para lo cual los sindicatos necesitaban una red de apoyos que mantuviera a los obreros y a sus familias durante el conflicto, el empresario solía dar su brazo a torcer y aceptaba las condiciones exigidas por los huelguistas, o, en su defecto, la negociación. La huelga general, por su parte, era un instrumento eficaz para presionar al gobierno. Dado que es éste y no los empresarios, al menos formalmente, el que atesora el poder político, una huelga en una sola empresa o sector no era suficiente para que un nuevo derecho fuera reconocido. Las oleadas de huelgas que aquejaron Europa en la confluencia de los siglos XIX y XX, junto con el ascenso de los partidos socialdemócratas, obligaron a las clases dirigentes a implementar leyes más justas, con el fin de acallar los cada vez más generalizados anhelos de revolución social entre los obreros. Así, si bien fue el conservador Otto von Bismarck el responsable directo del primer sistema de seguridad social, la razón que le llevo a aplicar tal medida fue el miedo a las cada vez más frecuentes explosiones sociales en la Europa industrializada.
No obstante, la importancia de los sindicatos no se ha agotado. Fueron clave en la conquista de una sociedad mejor en el pasado, y lo siguen siendo en la actualidad. Si queremos avanzar hacia un modelo más justo e igualitario y, por tanto, hacia una sociedad más estable, el asociacionismo obrero debe seguir gozando de una posición central. Y es que la negociación entre empresario y trabajador no puede ser individualizada, tal y como preconiza la reforma laboral aprobada por el Gobierno de Rajoy. Ello se debe a que empresario y trabajador no se encuentran en una posición de igualdad a la hora de negociar las condiciones laborales. El empresario sale al mercado laboral en busca de mano de obra barata, de tal modo que el coste de producción en su empresa sea lo más bajo posible. Para ello, puede elegir entre todos los trabajadores que estén dispuestos a vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario. Si los trabajadores van cada uno por su cuenta, se originará una competición entre todos ellos por ofrecer las mejores condiciones al empresario, es decir, competirán por salarios a la baja. El candidato que esté dispuesto a ofrecer más trabajo a cambio de menos remuneración, será el ideal para el empresario. Por el contrario, si los trabajadores se unen y acuerdan unas condiciones mínimas, el empresario tendrá que conformarse con la contratación de asalariados por esos mínimos establecidos. Por tanto, la eliminación de los sindicatos y su función principal, la negociación colectiva, no lleva sino a la institucionalización de la guerra de todos contra todos. La lógica del capital aplasta así todas las conquistas laborales de los últimos siglos, obligando a aquellos que tienen que vivir de su trabajo a luchar entre ellos para venderse por el menor precio posible. En definitiva, como dijo Íñigo Errejón hace unas semanas en La Tuerka, la equiparación de dos figuras –empresario y trabajador- que son esencialmente desiguales, tiene como consecuencia la perpetuación de la desigualdad.
Por todo ello, participar en la huelga general del día 29 se torna en una cuestión de dignidad. Acudir a trabajar esa fecha como si de cualquier otra jornada se tratara supone el acatamiento de una reforma que acaba con la posibilidad de mejora laboral de los asalariados. Supone, también, cerrar los ojos ante siglos de luchas sindicales que han contribuido a la construcción de una sociedad relativamente mejor como en la que hasta ahora vivíamos. De igual modo, ignorar la convocatoria de huelga da a entender al Gobierno español, al Gobierno alemán, a la patronal y al poder financiero que la sociedad española se ha rendido, que el 15-M fue una ilusión, y que los españoles estamos dispuestos a pagar con nuestro sacrificio una crisis creada por la especulación y la avaricia de unos pocos. En definitiva, secundar la huelga general supone mostrar a los que detentan el poder que no somos simples marionetas en su macabro juego y que estamos dispuestos a luchar para dar la vuelta a la tortilla.
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