Llegar al corazón del territorio zapatista en Chiapas provoca inmediatamente una mezcla de sensaciones. Esperanza, porque verde es el color que inunda los ojos del viajero que se sumerge en la selva Lacandona. Esperanza de ver cómo el autogobierno desde abajo y a la izquierda no es solo una letra de canción de punk, sino también una posibilidad realizable y viable en la vida cotidiana. Pero, al mismo tiempo, es imposible escapar a la incertidumbre. La tensión se corta con machete en las montañas del sureste mexicano. Divididas, las comunidades indígenas chiapanecas viven una guerra silenciosa, un conflicto íntimo que las desangra poco a poco. Si en 1994 los hombres y mujeres del color de la tierra hicieron del rojinegro su bandera al iniciar la guerra contra el estado mexicano, en 2015 ni el rojo representa ya solo la justicia ni el negro solo simboliza la libertad. Tzeltales, tzotziles, tojolabales, choles, zoques y mames sobreviven día a día en un entorno viciado por la fragmentación interna donde la resistencia zapatista convive puerta con puerta con el enemigo. Así ocurre en La Realidad Trinidad, sede del Caracol I y de la Junta de Buen Gobierno “Hacia la Esperanza", donde hace ya un año que el rojo se tornó en sangre y el negro se volvió muerte.
Corría el 2 de mayo de 2014 cuando unos 140 habitantes de La Realidad, integrantes de la otrora organización combativa Central Independiente de Obreros Agrícolas y Campesinos - Histórica (CIOAC-H), tendieron una emboscada a un grupo de bases civiles de apoyo zapatistas, resultando en elasesinato de José Luis Solís López, alias Galeano. El zapatista se encontraba negociando con los líderes de la CIOAC-H sobre una disputa relativa a un vehículo. Galeano, entonces, pagó el precio más alto posible por intentar llegar a una solución pacífica en el conflicto que los rebeldes mantenían con sus vecinos y antiguos compañeros de lucha.
Los pobladores de La Realidad, una comunidad histórica en el imaginario zapatista por haber sido refugio de la Comandancia del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) hasta 2001, han visto cómo en la última década su convivencia se ha deteriorado hasta alcanzar grados insostenibles. La unidad en el apoyo a la insurgencia zapatista en los años 90 ha dado paso a una fragmentación interna inducida por la estrategia contrainsurgente del estado mexicano. Dando una vuelta de tuerca más a la maquinaria antiguerrillera, el gobierno ha pasado de financiar y entrenar a grupos paramilitares a poner en marcha programas asistencialistas de ayuda económica en los territorios indígenas de Chiapas. Dada la firme posición zapatista de negarse a aceptar cualquier programa gubernamental, muchas han sido las familias que han renunciado a la resistencia para pasarse al bando oficialista. Aplicando la milenaria máxima del “divide y vencerás”, el estado ha buscado ahogar al movimiento rebelde tratando de arrebatarle sus bases de apoyo mediante el reparto de alimentos, medicinas o material de construcción a cambio de lealtad política.
Esta táctica de “quitar el agua al pez” ha dado parcialmente resultado, pues muchas comunidades indígenas de Chiapas están hoy divididas entre zapatistas y no zapatistas. No obstante, el EZLN sigue contando con decenas de miles de bases de apoyo en los territorios de los cinco caracoles, como demostró con sus masivas manifestaciones públicas en varias cabeceras municipales chiapanecas el pasado 21 de diciembre de 2012. Solo en la villa colonial de San Cristóbal de las Casas se juntaron alrededor de 20.000 miembros del movimiento.
“Nunca vamos a dejar de ser rebeldes”, me dijo hace unos meses un zapatista de La Realidad, cabecera del municipio autónomo San Pedro Michoacán. En su comunidad hay familias divididas en las que sus miembros ya no se saludan por la calle. Hermanos que no se miran. Primos que no se hablan. El asesinato de Galeano fue la gota que colmó el vaso del enfrentamiento. Antes del trágico suceso, zapatistas y no zapatistas, pese a tener autoridades y posturas políticas diferentes, mantenían relaciones sociales de aceptación mutua. Todo ello saltó por los aires tras el asesinato, que según el jefe deopinión del diario La Jornada “fue una agresión alevosa y premeditada, planeada, orquestada con lógica militar, y ejecutada con sevicia”. Dos personas fueron encarceladas como responsables del suceso, curiosamente ambas ostentaban los cargos más importantes de la comunidad como autoridades no zapatistas: el agente municipal y el comisariado ejidal.
La Junta de Buen Gobierno de La Realidad, que además de conocer la muerte de uno de los suyos también contempló cómo ese mismo día los militantes de la CIOAC-H destruyeron una clínica y una escuela autónoma zapatista, decidió no responder a la violencia con más violencia. Lejos de recurrir al brazo armado del movimiento -el EZLN-, las autoridades civiles rebeldes renunciaron a la vendetta. Todavía hoy se puede leer en el centro de la comunidad de La Realidad un cartel que reza “Compañero Galeano, justicia y no venganza”. El asesinato fue a ojos de los zapatistas una provocación maquinada desde el gobierno para desencadenar una reacción violenta de los insurgentes y justificar así una respuesta aún más contundente del estado. Las instancias gubernamentales, por supuesto, lo niegan. “Lo que sucedió en La Realidad tiene que ver con piques personales entre los líderes de la CIOAC y del EZLN, que hace años estaban aliados y después se dividieron”. Esto fue lo que me dijo un funcionario del ayuntamiento de Las Margaritas, municipio al que oficialmente pertenece La Realidad, en una entrevista en febrero. Según la versión oficial, entonces, se trata de conflictos intracomunitarios que enfrentan a indígenas contra indígenas. De ello sigue que, ante esa situación de hostilidad interna, el estado tenga que desplegar sus instituciones para garantizar la seguridad de sus ciudadanos. Es decir, incrementar la presencia militar y policial en los territorios zapatistas.
Aunque la venganza violenta no llegó, el aumento de soldados mexicanos en la cañada de Las Margaritas de la Selva Lacandona sí se produjo. Según el boletín del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas, con fecha de 10 de marzo de 2015, desde julio del pasado año vienen teniendo lugar “sistemáticas incursiones del Ejército mexicano quienes están hostigando a las Bases de Apoyo del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (BAEZLN), en el territorio de la Junta de Buen Gobierno de La Realidad, en la zona Selva Fronteriza, Caracol I “Hacia la Esperanza” (JBG)”. Vehículos militares patrullan prácticamente a diario la carretera que une Las Margaritas y San Quintín, pasando a apenas unos metros de la entrada del “Caracol Madre de los Caracoles del Mar de Nuestros Sueños”. Los niños de esta comunidad perdida en la selva fronteriza deben interrumpir sus juegos al pie de la calzada y correr para alejarse de los camiones del Ejército, en los que a menudo los soldados cubren su rostro pero no su arma.
El asesinato de Galeano llegó en un momento crucial para el movimiento zapatista. Pocas semanas después del suceso, durante el homenaje del EZLN para conmemorar a su compañero caído, el Subcomandante Marcos anunció en el caracol de La Realidad que abandonaba la dirigencia del grupo armado. Además, el líder guerrillero comunicó que en adelante su nombre seríaSubcomandante Galeano, en honor al fallecido. El movimiento también postergó la continuación de la Escuelita Zapatista, una iniciativa iniciada en 2013 en la que las comunidades rebeldes acogieron durante unos días a miles de simpatizantes de todo el mundo interesados en conocer de primera mano la construcción de la autonomía indígena en Chiapas. La Escuelita, en la que Galeano ejerció como maestro, se retomará en julio de este año, tras el nuevo homenaje que los zapatistas brindan al difunto en el primer aniversario de su asesinato.
A un año de la muerte en La Realidad, la comunidad no ha olvidado lo que ocurrió el 2 de mayo. Pese a que la voz de Galeano fue acallada aquel día a golpe de machete y de pistola, su rostro no ha caído en el olvido. Retratos del zapatista salpican la comunidad y el Caracol, retando a todo aquel que transite por este rincón del sureste mexicano a contemplar su mirada. Su nombre, además, será recordado por las próximas generaciones que nutrirán las filas de la resistencia: la nueva escuela autónoma, construida para sustituir a la destruida el día de su asesinato, ha sido bautizada como “Compañero Galeano”. En definitiva, como me dijo uno de sus camaradas bajo una noche estrellada en la espesura lacandona: “él no tenía miedo de morir, sabía que los que mueren en la lucha no son olvidados”.
Texto publicado originalmente en Hemisferio Zero.
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