“Desde 1994, todos los 31 de diciembre teníamos miedo de que vinieran los zapatistas. Hasta los indígenas nos amenazaban”. Estas palabras de una mestiza de Ocosingo dejan claro lo que supuso la irrupción del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en la vida pública para la clase dominante chiapaneca. Una sociedad abiertamente racista, donde los descendientes de Pakal –gobernante maya del siglo VII-, no tenían permitido caminar por las aceras de ciudades coloniales como San Cristóbal de las Casas o Comitán de Domínguez, despertó incrédula en el amanecer de 1994. El primero de enero de ese año, mientras México soñaba con el espejismo de incorporarse al “primer mundo” mediante la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, un ejército de indígenas encapuchados tomó por sorpresa varios municipios del centro y oriente de Chiapas. Pese a que el asalto a los edificios del poder fue tan simbólico como fugaz, el impacto del levantamiento de los pueblos mayas socavó profundamente el imaginario colectivo del país mesoamericano.
El México del PRI, del indigenismo paternalista y del mestizaje etnocida recibió una bofetada de realidad al contemplar a un puñado de indios organizados capaces de burlar a las fuerzas de seguridad y dominar por unas horas la antigua capital chiapaneca, la Ciudad Real de los españoles rebautizada San Cristóbal de las Casas en honor al dominico Fray Bartolomé que luchó para que la corona ibérica reconociera que los indígenas eran tan humanos como los europeos. Los esfuerzos de Las Casas, sin embargo, nunca calaron en el grueso de la élite blanco-mestiza de Chiapas. Como muestran las novelas de la escritora comiteca Rosario Castellanos, hasta bien entrado el siglo XX los grandes hacendados continuaron tratando a los indígenas como a seres infrahumanos a los que se podía matar, violar o insultar según la voluntad del patrón. Quinientos años de sometimiento sirvieron para que muchos mayas olvidaran el legendario pasado de su pueblo e interiorizaran su condición de inferioridad. Todavía hoy se puede escuchar de la boca de un indígena chiapaneco referirse a los blancos o mestizos como “las personas de razón”. “¿Cómo va a gobernar un tojolabalero o un tzeltalero? Tendrán que hacerlo las personas de razón…” No obstante, tanto tojolabales como tzeltales, tzotziles, choles y el resto de pueblos mayas que habitan Chiapas recuperaron su conciencia de pueblos explotados y oprimidos en un proceso que culminó con el levantamiento zapatista. Emulando la sublevación indígena de 1712 contra la autoridad colonial, el EZLN lideró en 1994 un alzamiento que buscó devolver la dignidad a los pueblos originarios mexicanos.
La guerra abierta contra el estado apenas duró doce días, los que tardó el presidente Salinas de Gortari en decretar un alto el fuego unilateral ante la presión nacional e internacional para buscar una solución dialogada al conflicto. La negociación, interrumpida en febrero de 1995 por el ataque sorpresivo del Ejército mexicano a la comandancia zapatista, culminó con los Acuerdos de San Andrés sobre Derechos y Cultura Indígena en 1996. Este acuerdo parcial, sin embargo, nunca se transformó en ley. Una versión reducida del mismo pasó el filtro parlamentario varios años después, en 2001, ya con el Partido de Acción Nacional en el poder tras desbancar al Partido Revolucionario Institucional (PRI) de su “dictadura perfecta” que había durado más de 70 años. Los zapatistas no aceptaron la nueva ley al considerarla una traición al pacto alcanzado cinco años antes, dado que no reconocía plenamente la autonomía y autogobierno indígena. Ante esta situación, el movimiento rompió toda relación con el estado y decidió recluirse en sus territorios de la Selva Lacandona y los Altos y Norte de Chiapas para construir su nueva sociedad por la vía de los hechos.
A lo largo de los últimos 21 años, el zapatismo ha demostrado ser mucho más que un ejército guerrillero. Su estructura militar es apenas un tentáculo del organismo rebelde, cuyo corazón lo forman las comunidades indígenas identificadas como Bases de Apoyo Zapatistas. Son los civiles organizados los que forman las asambleas de las comunidades, los consejos municipales y las Juntas de Buen Gobierno regionales. El EZLN, por tanto, no es una milicia revolucionaria al uso, sino un movimiento armado que se supedita a las decisiones de las comunidades indígenas donde tiene apoyo.
El México del PRI, del indigenismo paternalista y del mestizaje etnocida recibió una bofetada de realidad al contemplar a un puñado de indios organizados capaces de burlar a las fuerzas de seguridad y dominar por unas horas la antigua capital chiapaneca, la Ciudad Real de los españoles rebautizada San Cristóbal de las Casas en honor al dominico Fray Bartolomé que luchó para que la corona ibérica reconociera que los indígenas eran tan humanos como los europeos. Los esfuerzos de Las Casas, sin embargo, nunca calaron en el grueso de la élite blanco-mestiza de Chiapas. Como muestran las novelas de la escritora comiteca Rosario Castellanos, hasta bien entrado el siglo XX los grandes hacendados continuaron tratando a los indígenas como a seres infrahumanos a los que se podía matar, violar o insultar según la voluntad del patrón. Quinientos años de sometimiento sirvieron para que muchos mayas olvidaran el legendario pasado de su pueblo e interiorizaran su condición de inferioridad. Todavía hoy se puede escuchar de la boca de un indígena chiapaneco referirse a los blancos o mestizos como “las personas de razón”. “¿Cómo va a gobernar un tojolabalero o un tzeltalero? Tendrán que hacerlo las personas de razón…” No obstante, tanto tojolabales como tzeltales, tzotziles, choles y el resto de pueblos mayas que habitan Chiapas recuperaron su conciencia de pueblos explotados y oprimidos en un proceso que culminó con el levantamiento zapatista. Emulando la sublevación indígena de 1712 contra la autoridad colonial, el EZLN lideró en 1994 un alzamiento que buscó devolver la dignidad a los pueblos originarios mexicanos.
La guerra abierta contra el estado apenas duró doce días, los que tardó el presidente Salinas de Gortari en decretar un alto el fuego unilateral ante la presión nacional e internacional para buscar una solución dialogada al conflicto. La negociación, interrumpida en febrero de 1995 por el ataque sorpresivo del Ejército mexicano a la comandancia zapatista, culminó con los Acuerdos de San Andrés sobre Derechos y Cultura Indígena en 1996. Este acuerdo parcial, sin embargo, nunca se transformó en ley. Una versión reducida del mismo pasó el filtro parlamentario varios años después, en 2001, ya con el Partido de Acción Nacional en el poder tras desbancar al Partido Revolucionario Institucional (PRI) de su “dictadura perfecta” que había durado más de 70 años. Los zapatistas no aceptaron la nueva ley al considerarla una traición al pacto alcanzado cinco años antes, dado que no reconocía plenamente la autonomía y autogobierno indígena. Ante esta situación, el movimiento rompió toda relación con el estado y decidió recluirse en sus territorios de la Selva Lacandona y los Altos y Norte de Chiapas para construir su nueva sociedad por la vía de los hechos.
A lo largo de los últimos 21 años, el zapatismo ha demostrado ser mucho más que un ejército guerrillero. Su estructura militar es apenas un tentáculo del organismo rebelde, cuyo corazón lo forman las comunidades indígenas identificadas como Bases de Apoyo Zapatistas. Son los civiles organizados los que forman las asambleas de las comunidades, los consejos municipales y las Juntas de Buen Gobierno regionales. El EZLN, por tanto, no es una milicia revolucionaria al uso, sino un movimiento armado que se supedita a las decisiones de las comunidades indígenas donde tiene apoyo.
Unas comunidades que, en la actualidad, se encuentran en su mayoría divididas entre zapatistas y no zapatistas, lo que provoca tensiones entre sus habitantes. A veces, las tensiones desembocan en violencia y en muerte, como ocurrió en mayo de 2014 con el asesinato de Galeano, prominente zapatista de la región de la Selva Fronteriza. Todavía sin esclarecer, este incidente muestra el nivel de crispación interno de las comunidades, donde las instituciones del estado se ocupan de agudizar la división mediante la entrega de ayudas en forma de alimentos, medicinas o material de construcción a los no zapatistas. La continua presencia de militares armados en los caminos no hace sino fortalecer la idea de que el conflicto no está ni mucho menos solucionado. Abandonada temporalmente la política gubernamental de armar a los indígenas no zapatistas formando grupos paramilitares que instauren el terror en las comunidades –cuyo auge tuvo lugar a finales de los 90 y su ejemplo más atroz se vivió en Acteal con el asesinato a sangre fría de 45 civiles indefensos-, ahora el gobierno trata de debilitar al zapatismo mediante el reparto de limosnas. “Ellos reciben comida y ahora ya no quieren trabajar. Se lo dan todo hecho. Tienen cosas materiales. Nosotros, en cambio, trabajamos duro para salir adelante. Tenemos algo mucho más grande que ellos han perdido: dignidad. La dignidad de lucha por lo que creemos”. Así se expresaba un tojolabal zapatista con quien conversé hace unas semanas en plena Selva Lacandona.
Sin pañuelo rojo ni pasamontañas, las bases zapatistas construyen su autonomía día a día con su trabajo en la milpa, cultivando maíz, frijol o café, levantando escuelas y clínicas para sus hijos o participando en las asambleas comunitarias. Su resistencia es dura. En un entorno donde no existen las comodidades de la ciudad y donde los alimentos, medicamentos o lápices no abundan, los zapatistas se niegan a recibir ayudas del estado, mientras observan cómo sus vecinos que renunciaron a la lucha obtienen todo tipo de ventajas. Sin embargo, son muchos los que continúan ondeando la bandera con la estrella roja. Muchos son los que, 21 años después del alzamiento y 32 años después de la creación del EZLN, siguen creyendo en que “otro mundo es posible”.
Desde 1994, el miedo cambió de bando en Chiapas. La oligarquía local comenzó a observar a los indígenas ya no como a seres inferiores e indefensos a los que poder explotar y menospreciar impunemente, sino como a sujetos organizados capaces de articular sus propias demandas y de llevarlas a la práctica en sus comunidades. Puede que el EZLN no consiguiera forjar un movimiento a nivel nacional que propiciara un cambio político radical e inmediato en todo México, pero lo que sin duda consiguió fue devolver la dignidad a los pueblos originarios desde Sonora hasta Yucatán al grito de “Nunca más un México sin nosotros”.
En una ciudad tomada por el Ejército mexicano, la mujer mestiza de Ocosingo que mostraba su miedo a los indígenas al principio de este escrito no es la única que observa al zapatismo como una amenaza para sus intereses. En esta cabecera municipal considerada la puerta hacia la Selva Lacandona se produjo en enero del 94 el suceso más sangriento del enfrentamiento armado. 34 zapatistas murieron y 32 más desaparecieron durante la batalla librada en el mercado de Ocosingo, ciudad mayoritariamente tzeltal. Paradójicamente, pese a este revés militar, fueron los indígenas chiapanecos quienes perdieron el miedo a reivindicar sus derechos y a poner en práctica sus formas de gobierno autónomo e independiente de las instituciones del estado. Unas instituciones que solo se empezaron a acordar de ellos una vez emergió el movimiento zapatista, que representa una alternativa real al estado mexicano. El miedo, que dejo de tener rostro indígena y se trasladó a los blancos y mestizos chiapanecos que temían perder sus privilegios, cambió entonces de bando. Un miedo que trató de ser devuelto a sus portadores originales mediante la militarización y paramilitarización. Sin embargo, ya era demasiado tarde. Los indígenas organizados ya han probado el sabor de la libertad, de la democracia y de la justicia. Cambiaron el miedo por la dignidad.
Desde 1994, el miedo cambió de bando en Chiapas. La oligarquía local comenzó a observar a los indígenas ya no como a seres inferiores e indefensos a los que poder explotar y menospreciar impunemente, sino como a sujetos organizados capaces de articular sus propias demandas y de llevarlas a la práctica en sus comunidades. Puede que el EZLN no consiguiera forjar un movimiento a nivel nacional que propiciara un cambio político radical e inmediato en todo México, pero lo que sin duda consiguió fue devolver la dignidad a los pueblos originarios desde Sonora hasta Yucatán al grito de “Nunca más un México sin nosotros”.
En una ciudad tomada por el Ejército mexicano, la mujer mestiza de Ocosingo que mostraba su miedo a los indígenas al principio de este escrito no es la única que observa al zapatismo como una amenaza para sus intereses. En esta cabecera municipal considerada la puerta hacia la Selva Lacandona se produjo en enero del 94 el suceso más sangriento del enfrentamiento armado. 34 zapatistas murieron y 32 más desaparecieron durante la batalla librada en el mercado de Ocosingo, ciudad mayoritariamente tzeltal. Paradójicamente, pese a este revés militar, fueron los indígenas chiapanecos quienes perdieron el miedo a reivindicar sus derechos y a poner en práctica sus formas de gobierno autónomo e independiente de las instituciones del estado. Unas instituciones que solo se empezaron a acordar de ellos una vez emergió el movimiento zapatista, que representa una alternativa real al estado mexicano. El miedo, que dejo de tener rostro indígena y se trasladó a los blancos y mestizos chiapanecos que temían perder sus privilegios, cambió entonces de bando. Un miedo que trató de ser devuelto a sus portadores originales mediante la militarización y paramilitarización. Sin embargo, ya era demasiado tarde. Los indígenas organizados ya han probado el sabor de la libertad, de la democracia y de la justicia. Cambiaron el miedo por la dignidad.
“Por trabajar nos matan, por vivir nos matan. No hay lugar para nosotros en el mundo del poder. Por luchar nos matarán, pero así nos haremos un mundo donde nos quepamos todos y todos nos vivamos sin muerte en la palabra. Nos quieren quitar la tierra para que ya no tenga suelo nuestro paso. Nos quieren quitar la historia para que en el olvido se muera nuestra palabra. No nos quieren indios. Muertos nos quieren.
Para el poderoso nuestro silencio fue su deseo. Callando nos moríamos, sin palabra no existíamos. Luchamos para hablar contra el olvido, contra la muerte, por la memoria y por la vida. Luchamos por el miedo a morir la muerte del olvido.” EZLN, Cuarta Declaración de la Selva Lacandona, 1996.
"¿Escucharon?
Es el sonido de su mundo derrumbándose.
Es el del nuestro resurgiendo.
El día que fue el día, era noche.
Y noche será el día que será el día." EZLN, 2012.
Para leer más: "De la lucha contra la minería, a la cuna de la rebeldía zapatista".
Seguir a @jaimegsb
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